Corrupción arrasadora

Todo lo arrasa la corrupción. Todos los países, todos los gobiernos, todos los partidos son protagonistas en algún momento de escándalos por corrupción. Ninguna expresión política, derecha, centro, izquierda, queda a salvo de este flagelo. El descrédito generalizado de la política se debe en gran medida a la corrupción prácticamente universal.

La corrupción no se reduce al saqueo del erario público, ya de por sí catastrófico, sino que también hay corrupción en las múltiples formas de abuso de poder: el favorecimiento del interés privado sobre el público, la omisión de acciones de gobierno, el incumplimiento de programas y, en especial, de los fines sociales del Estado, la burla de la representación, participación y legítima protesta ciudadana, la manipulación de la información que nos traslada al mundo tan en boga de la post-verdad. Autoritarismo y guerrerismo basados en mentiras son formas monstruosas de corrupción.

A tal punto han llegado las prácticas corruptas que pueden inclusive afectar la decisión soberana de los electores considerada inexpugnable como se ha visto con el Brexit, el plebiscito sobre los acuerdos de paz en Colombia y la elección del 45° Presidente de los Estados Unidos que se acaba de posesionar en medio de indignada repugnancia por sus enfoques y de denuncias por injerencia externa para manipular al electorado.

Siguiendo a Enrique Dussel en democracia hay corrupción cuando se deforma el acceso al poder, su mantenimiento o su reproducción. Agrego que hoy la corrupción tiene alcance sistémico y sentido de clase porque, si bien toda la sociedad se perjudica con ella, los más beneficiados son los ricos y poderosos y los más perjudicados son los pobres y débiles. Por eso hay hambre, exclusión, desplazamiento e inmigración incontenibles.

El 9 de diciembre es el día internacional contra la corrupción que antecede al día universal de los derechos humanos. Fácilmente comprensible que sean precisamente los derechos humanos de muchísima gente los grandes afectados con el desbordamiento de prácticas vitandas por inhumanas en el ejercicio de la política y la gestión de lo público (columna de Gustavo Gallón en este diario).
Colombia es un país con un altísimo nivel y múltiples formas de corrupción. Su costo en 2016 sería de 23 billones de pesos (recaudo de la reforma tributaria). En los últimos 11 años, ha aumentado el 600%. En cuanto a la proporción que existe entre la corrupción pública y la privada –dice Elizabeth Ungar, Directora de Transparencia Internacional en Colombia- no hay cifras que nos puedan dar una idea precisa. “Para bailar tango se necesitan dos”. Un botón de muestra, entre muchos, está en el caso de Odebrecht que Gustavo Petro ha ilustrado en video que puede verse en redes.

Se están emprendiendo grandes acciones contra la corrupción: adopción de ley por plebiscito porque el Congreso se ha negado a penalizarla con rigor como se necesita, incidente control ciudadano, apropiación cultural de códigos éticos; Contraloría, Procuraduría y Fiscalía anuncian cumplir su papel…

Siempre, sin desmayo, hay que estar vigilantes para que el ejercicio político no se desvirtúe por la corrupción.

Pero “La ética sin más no garantiza la buena política; lo éticamente correcto no equivale a lo políticamente competente, aunque lo segundo requiere lo primero… no está de más recordarlo cuando abundan soluciones morales para problemas políticos y cuando hay alguien que se dedica a ponerlo todo perdido de principios. Un gobierno éticamente intachable no es necesariamente un buen gobierno, aunque no puede haber un buen gobierno si no se respetan unos mínimos éticos. Las comisiones y los códigos éticos tratan de asegurar esos mínimos, nada menos, pero nada más” (Innerarity, 2015).

@luisisandoval